“Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por un tiempo. Pero no olvide que los obreros, son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros los obreros, los que hacemos marchar las maquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos las ciudades....¿por que no vamos, pues, a construir y en mejores condiciones para reemplazar lo destruido ?. las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar más que ruinas, porque la burguesía trata de arruinar al mundo en la última fase de su historia. Pero te repito que no nos dan miedo las ruinas, por que llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Y ese mundo esta creciendo en esta instante "
Buenaventura Durruti (León, 14 de julio de 1896 – Madrid, 20 de noviembre de 1936)
Hace ya 81 años que murió Buenaventura Durruti, un hombre, un anarquista que no poseía nada. Cuando murió, su amigo Ricardo Rionda tuvo que buscarle ropa para poder enterrarlo. En la habitación de su hotel en Madrid solo tenía una vieja maleta, que contenía unas gafas, una gorra de cuero, una camiseta, unos prismáticos, un par de zapatos agujereados y dos pistolas. Este era todo su inventario, no poseía nada y no poseía nada porque lo había dado todo.
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Pasó por lo menos media hora antes que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron paso, cada uno por su lado. Los coches cargados de coronas dieron un rodeo por las calles laterales para incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder. No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su grandeza extraña y lúgubre. Los discursos fúnebres se pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy lejos del sitio donde una vez había luchado y caído a su lado el mejor amigo de Durruti. Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de Durruti debían acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse. Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues, para colmo, miles de coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio. Caía la noche. Comenzó a llover otra vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio se convirtió en un pantano donde se ahogaban las coronas. A último momento se decidió postergar el sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente. Durruti fue enterrado al día siguiente.